El alma de la tierra El alma de la tierra El alma de la tierra
Imagen de las cumbres de una montaña El alma de la tierra El alma de la tierra

La montaña nevada se asoma desde lejos, observando al mar. Ella es antigua y, a pesar de la gran distancia que la separa del océano, entiende las maneras en las que sus vidas y sus movimientos están unidos. La roca que ahora forma parte de la montaña, hace millones de años estuvo también bajo el mar. Por eso en muchos picos altos los científicos han encontrado antiguos restos de fósiles marinos. La montaña sabe que la naturaleza de la que hace parte está unida por una red de agua en constante movimiento. Agua que es nacimiento, arroyo, río y mar. Agua que es bruma, neblina y nube que escala la montaña. Agua que es lluvia, nieve y hielo del glaciar.

Allá arriba, a más de cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar, en la cima de la montaña se distingue el sombrero blanco que la corona de nieve y hielo. Esta montaña puede ser cualquiera de los seis glaciares tropicales que aún quedan en Colombia. Había más de estos gigantes extraños, gigantes helados y serenos que guardaban los páramos, los bosques de niebla y los bosques secos tropicales a sus pies. Había ocho que ahora están extintos y de los que solo queda el recuerdo. En cambio, siguen seis en pie. Seis glaciares que persisten en su antigüedad helada, conservando en sus nieves la historia del agua dulce que riega la montaña. Se llaman Kumanday (Volcán Nevado del Ruiz), Dulima (Volcán del Tolima), Poleka Kasue (Volcán nevado Santa Isabel), Wila (Volcán nevado del Huila), Chundua (Sierra nevada de Santa Marta) y Zizuma (Sierra nevada El Cocuy), nombres dados con honor por los Quimbayas, Nasas, Arhuacos, Wiwas, Kankuamos, Koguis y U’was, comunidades ancestrales de humanos que han vivido cerca de ellos por cientos de años, observándolos y preservándolos.

Pero para llegar a esas cimas blancas primero hay que emprender un viaje, un ascenso que también es un reconocimiento de la diversidad natural que trepa la montaña. Este es un viaje que, de distintas maneras, hacen muchos de los seres que existen allí. Y durante el ascenso la naturaleza observa, cambia y cuenta su propia historia escrita en las distintas especies de árboles, hongos y animales que hay en cada tramo del viaje. A estos tramos los científicos los han llamado ecosistemas.

Un mono aullador se balancea seguro por entre las ramas fuertes de una ceiba que hace parte del Bosque seco tropical. Olisquea buscando frutos entre guayacanes, cedros y robles, conoce a todos los árboles porque estos son parte de su hogar. Tal vez busque una fruta, un insecto o un poco de agua guardada entre las hojas para calmar la sed y el calor. Lo más seguro es que su viaje se limite a ese bosque que no supera los mil metros sobre el nivel del mar, pero la lluvia que lo moja le llega de lejos y le trae mensajes de alturas insospechadas para su pequeño cuerpo peludo. Sobre él pasa la sombra de una guacamaya en pleno vuelo, que desde el cielo podría alcanzar a ver el cambio en la vegetación de la montaña. Podría alcanzar a ver cómo, gracias al ascenso, después de los mil doscientos metros el bosque se transforma gradualmente. Su vuelo también es acompañado por el agua en constante movimiento: el agua de la lluvia, de las nubes, y también el agua que viaja por el aire en ríos voladores. Estos son columnas de aguas peregrinas que mueven humedad desde las selvas cálidas hacía arriba de la montaña. El agua todo lo envuelve, todo lo invade, todo lo habita, y con su manto fresco desdibuja los límites que a veces quieren imponer los humanos. El que cubre la montaña es un solo bosque, aunque sus caras sean diferentes dependiendo de la altura en la que nace. Un solo bosque con muchos nombres y muchos árboles y muchos animales. Un solo bosque que marcha lento, siempre buscando los caminos del agua. Y esos caminos, inevitablemente llevan arriba, a la cima de la montaña, a escuchar los secretos antiguos que cuenta el hielo de los glaciares tropicales.

Ya casi alcanzando los mil ochocientos metros, el bosque se cubre con un velo de neblina y puede llamársele Bosque de niebla. Allí, escondido entre la vegetación, entre las bromelias y las orquídeas que se abrazan de los árboles más grandes, viven el Jaguarundi y el Venado y muchos otros animales que entre los árboles encuentran su hogar. Este hogar, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, está lleno de vegetación que además recoge la humedad del aire, la acumula y luego la deja fluir convertida en agua de arroyos y quebradas. El bosque bebe el agua del aire y a su vez da de beber esta agua a los animales que viven en él.

Nubes blancas donde se congrega la humedad escalan por entre los árboles del Bosque de niebla, en su ascenso hacía el Páramo andino, a tres mil metros de altura sobre el nivel del mar. El agua siempre busca la cima antes de regresar a la tierra. Como el bosque es sabio y entiende las maneras en las que debe cambiar, aquí los árboles dan paso tranquilamente a los señores frailejones, entre los que camina plácido el oso de anteojos. Este mundo nebuloso está lleno de agua, agua que surge de entre el musgo del suelo, agua alojada en los vellos delgados que cubren las hojas de los frailejones. El oso sabe que las plantas que conforman su hogar paramuno casi no se encuentran en otras alturas de la montaña. Cómo él, estás plantas pertenecen aquí, endémicas dirían los científicos a los que les encanta nombrarlo todo y quienes también ascienden por la montaña, buscando y aprendiendo de los caminos del agua. El páramo está hecho de una belleza misteriosa y húmeda, todo él respira agua, todo él insinúa los secretos que se esconden congelados más arriba de la montaña.

El viaje sigue en ascenso, hacia los cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Justo antes de llegar al glaciar el paisaje se torna casi extraterrestre, irreconocible para los seres que se mueven abajo en los campos y las ciudades. Este mundo mineral es llamado Super páramo por los científicos que tratan de entender en los colores vivos que se marcan sobre las rocas de la montaña las huellas de una historia difícil, la historia del derretimiento del hielo de la cima, porque el glaciar tropical va desapareciendo sin que muchos de los humanos allá abajo siquiera sepan su historia. Esta transformación implica extinción, pero también belleza. Así es a veces la naturaleza, con la belleza habla del desasosiego de lo que está por desaparecer. Se pueden leer las huellas del deshielo en la roca desnuda y negra que un día estuvo cubierta de nieve. El glaciar tropical está dejando de existir, perseguido, acorralado por el superpáramo en su ascenso. Y se marcan claras en la piel de la montaña líneas que son los caminos que dejó un día el agua sobre la roca.

Al final de este viaje, de este ascenso por la espalda de la montaña, el glaciar aparece en la cima como un fantasma blanco, un fantasma del pasado. Caminar hacia él implica conocer la historia mineral del nevado escrita en los colores y las marcas que se leen en las piedras. Marcas que hablan del derretimiento del hielo, de su desaparición. Aunque es antiguo y sus tiempos son lentos, como los tiempos de los seres milenarios y enormes, el glaciar también es frágil. A diferencia de otros nevados del mundo, el glaciar tropical es extraordinario porque existe en medio de lugares con climas muy cálidos. Su presencia congelada se sostiene en un precario equilibrio entre la altura de la montaña y la temperatura. Si está aumenta, el hielo del glaciar se derrite irremediablemente.

A más de cuatro mil ochocientos metros sobre el nivel del mar se alojan las reservas de agua dulce más grandes del planeta. Estas son el corazón del glaciar, el alma de la tierra. Pero estas reservas desaparecen rápidamente debido al cambio climático generado por las acciones humanas sobre el planeta. Todo en la naturaleza está conectado, por eso el aumento en la temperatura como consecuencia del cambio climático y el exceso de CO2 expulsado a la atmósfera influencia directamente el derretimiento acelerado de estos ecosistemas tan raros y frágiles que son los glaciares tropicales colombianos.

Los científicos estiman que los glaciares que existen por debajo de los cinco mil metros sobre el nivel del mar van a extinguirse para mediados de este siglo. Y con ellos desaparecerá la historia de un tiempo antiguo y frío, y desaparecerán las fuentes de agua dulce de muchos ecosistemas colombianos, y desaparecerán las redes de agua que viajan por las montañas comunicando a los monos aulladores con los frailejones, y a los venados con las guacamayas, y a los osos de anteojos con las ceibas, y a las comunidades indígenas que, viviendo en la montaña, adoran el agua del mar y el agua del hielo porque entienden que allí se esconden los secretos de un equilibro delicado que puede romperse con facilidad.

Pero por ahora aún hay belleza y vida. Hay agua congelada y nieve. Hay promesa de esperanza para los científicos que también se han unido como guardianes a las comunidades indígenas, quienes ya cuidaban de los glaciares desde mucho tiempo atrás. Hay hielo que se pega a las rocas y brilla precioso como cristales bajo el sol. Hay en Colombia seis glaciares tropicales por preservar. Sigue aún latiendo el corazón de la montaña, en donde reside el agua más antigua, el alma de la tierra.

El alma de la tierra